La historia del naufragio del Prestige y de su única víctima humana: Manfred Gnädinger, el alemán de Camelle.



jueves

  Esta historia comenzó a gestarse a partir de la visión de una foto: la de Manfred Gnädinger, el alemán de Camelle, llorando poco antes de morir (de pena, dicen algunos) a consecuencia de la marea negra provocada por el naufragio del petrolero irónicamente llamado Prestige

 (Fotografía de Casal, La Voz de Galicia)

  Fue tal la impresión que me produjo la foto que decidí viajar al pueblo de Camelle, el lugar donde durante cuarenta años y hasta su muerte viviera el alemán; el rincón donde construyera un sugerente museo de piedras y desarrollara su personal visión del universo. Y en Camelle permanecí varios días, intentando desentrañar la vida y obra de un personaje tan atractivo como enigmático, en una búsqueda que hoy -seis años más tarde- aún no ha concluido.

  La inmersión en el legado de Man me condujo, inexorablemente, a profundizar en la historia del Prestige y su dramático naufragio; a reconstruir la historia de Apostolos Mangouras, el orgulloso capitán de un buque maldito



  Y a la lucha de los voluntarios enfrentados al chapapote que durante meses asoló la Costa da Morte gallega












  
  Pero mi novela no sería solo una crónica de los días del accidente que hoy, diez años después, pretende esclarecerse en el llamado Juicio del Prestige. Otro personaje me daba vueltas en la  cabeza: Ángel Bravo, un policía afincado en Madrid, con una vida también al borde del naufragio. Y alrededor de Ángel Bravo giraban varias figuras: Cristina, su hermosa y ambiciosa esposa; Thomas, el drogadicto que le servía de confidente; Leovino, su excompañero de patrulla, ciego tras sufrir un atentado de la ETA...  Habitantes ciertos de este mundo en que vivimos, mundo al que también quería -aunque fuera pálidamente- retratar. Personajes que comenzaron a gestarse a partir de una conversación en Gijón con el bueno de Justo Vasco. A veces ocurre el milagro de que una frase, una idea lanzada al vuelo mientras conversamos en una cafetería anodina, termina por cobrar vida  y convertirse en realidad. 

  Así, a partir de la sugerencia inicial de Justo decidí escribir una novela negra que, además la acción propia del género, constituyera también una reflexión sobre la relatividad del éxito. Quería escribir un libro que atrapara al lector y, a la vez, le incitara a buscar respuestas a algunas de esas preguntas que a menudo nos acechan. Quería construir una buena historia, tan real como el mundo que habitamos, que en poco se parece a la...


  
  Los que me conocen de cerca saben que escribí la novela mientras enfrentaba una seria enfermedad. Y escribía sin saber si tendría vida para concluirla; pero también escribía como si no estuviera herido y acosado por el cáncer. Sencillamente, escribía, por puro vicio, sin esperar que alguien leyera algún día aquella historia que se construía en la soledad de una pequeña habitación, mientras, afuera, al otro lado de la ventana, llovía sin cesar, como suele ocurrir en el brumoso y benigno invierno gallego. 

  La vida teje a todas horas su sorprendente tela de araña. Un día, Natalia Dudek, esa amiga extraordinaria, le abrió el camino al puñado de folios que amenazaban con envejecer dentro de un cajón. Primero -junto con el genio de Carlos Freire- me ayudó a estructurar la historia de manera coherente; y, luego, venciendo mi escepticismo, insistió en enviar la novela a algún concurso literario. La envié al premio Ciudad de Badajoz donde, de forma providencial y contra todo pronóstico, resultó ganadora.

  Algún día escribiré también sobre las personas que han incidido positivamente en la edición y lanzamiento de la novela por parte de la editorial Algaida, pero eso será más adelante, cuando esta etapa editorial culmine. Hoy solo pretendo invitaros a conocer "La mancha negra" con la esperanza de que su lectura os resulte amena y, a ser posible, enriquecedora.